Dilma Rousseff y el año horrible de Brasil*
25 de mayo de 2016
Jon Lee Anderson
A la asediada presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, se le obligó a renunciar al puesto a principios de este mes, en espera de su juicio político, después de que una mayoría de legisladores del Senado de su país y de la cámara baja del Congreso votaran a favor de su suspensión. A Rousseff se le acusa de alterar las cifras del presupuesto oficial y de usar dinero de las arcas públicas para ocultar el verdadero estado de la menguante economía brasileña, a fin de conseguir su reelección en 2014. Su destitución tuvo lugar en paralelo a una caída de sus índices de popularidad y en mitad de una recesión económica y una serie de escándalos de corrupción que involucran a su gobierno, a la compañía estatal petrolera Petrobras y a otras empresas brasileñas, incluido el gigante de la construcción Odebrecht. (Rousseff no ha sido acusada de corrupción para su enriquecimiento personal). Ella ha tildado su destitución de «golpe de Estado», resultado de una «conspiración» en su contra, y ha acusado a Michel Temer –vicepresidente del país, de ostentoso conservadurismo, que la ha reemplazado– de formar parte de ella. Las primeras acciones de Temer –prometió una serie de reformas en favor de la industria, recortó el número de ministerios de Brasil en casi una tercera parte y nombró un gabinete compuesto sólo por hombres, casi todos blancos, que incluía a un magnate de la soya como ministro de agricultura y a un creacionista evangélico como ministro de comercio– ayudaron poco a disipar el aire de sospecha de que una contrarrevolución política se había puesto en marcha, después de trece años de gobierno del centroizquierdista Partido dos Trabalhadores, o Partido de los Trabajadores. (En el más reciente giro de tuerca, se filtró una grabación, en apariencia del mes de marzo, en la que Romero Jucá, un senador investigado por el escándalo de Petrobras, habla con un exsenador que también estaba siendo investigado, sobre un «pacto» para «cambiar el gobierno» y poner a Temer. Jucá fue nombrado recientemente ministro de planeación de Temer, pero renunció el martes a raíz de la publicación del audio).
Aunque la destitución de Rousseff fue legal, la hipocresía de muchos de los políticos que votaron en su contra supuso un espectáculo lamentable. De acuerdo con Transparencia Brasil, más de la mitad de los legisladores brasileños enfrentan investigaciones criminales ellos mismos, por delitos que van desde aceptar sobornos y homicidio hasta esclavitud; entre ellos se encuentra Eduardo Cunha, antiguo líder del congreso y cabecilla de la campaña de destitución, a quien el fiscal general de Brasil acusa de aceptar hasta cinco millones de dólares en sobornos; Cunha ha rechazado las acusaciones. Dado que la conspiración es a la política lo que el gluten, incluso hoy en día, es para casi todo el pan, aquella imagen de varios hombres en un cuarto lleno de humo sigue siendo real en buena parte del mundo.
Parece casi indudable que la salida de Rousseff es un mal presagio para una nación que, hace sólo unos pocos años, vivía un auge económico y era celebrada como la nueva adición al firmamento internacional de poderes económicos emergentes, la desenvuelta «B» en los así llamados BRICS, grupo compuesto por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. El gobierno del mentor y antecesor de Rousseff, el bienamado Luiz Inácio Lula da Silva, quien gobernó de 2003 a 2010, navegó la ola del éxito económico brasileño. Lula, como se le conocía, afincó su popularidad con el establecimiento de la Bolsa Família, un programa de reducción de la pobreza mediante el cual las familias pobres que vacunaban a sus hijos y los mantenían inscritos en la escuela primaria recibían un estipendio básico. Al final, se atribuyó a la Bolsa Familía el haber sacado de la pobreza extrema a millones de brasileños. Antes de dejar el poder tras su segundo mandato, Lula coronó su gloria al obtener para Brasil la Copa del Mundo de 2014 y las Olimpiadas de Verano de este año. Para cuando Rousseff juró su cargo, el 1 de enero de 2011, el futuro de Brasil parecía asegurado, grande y exuberante, como el país mismo.
Pero ya no es así. Este año debía haber sido la gran fiesta de presentación en sociedad para Brasil, con el resto del mundo como invitado; en lugar de ello, ha sido un annus horribilis. Por si todo lo anterior no fuese suficiente, el virus del Zika, transmitido por picadura de mosquito, ha golpeado a Brasil con una virulencia infrecuente; se ha vinculado el virus con un aumento en el número de bebés nacidos con microcefalia. Pocos países sede de los Juegos Olímpicos han tenido que lidiar con un panorama nacional tan deprimente; los Juegos comienzan en sólo un par de meses.
El cambio de suerte de Brasil sucede en un escenario de giros similares hacia la derecha política en América Latina, cambios que bien podrían resultar sísmicos en una región que ha estado cada vez más dominada por gobiernos de centroizquierda desde comienzos de la década del 2000. Esa tendencia, que algunos analistas bautizaron como «la marea rosa», se caracterizó por la emergencia de un nuevo tipo de populismo latino de izquierda, encarnado en el fallecido líder venezolano Hugo Chávez. La influencia de éste en la región vino impulsada y financiada por un auge en los precios globales del petróleo, así como por el afán de China de acceder a recursos naturales, mercados y aliados en América Latina. (China se convertiría en el principal acreedor de Venezuela, prestándole un estimado de 45,000 millones de dólares). Otro factor fue un grado inusual de indiferencia estadounidense hacia la región durante el gobierno de George W. Bush –distraído como estaba por la «Guerra contra el Terrorismo» y sus conflictos en Irak y Afganistán–. Pero, a partir de la muerte de Chávez en marzo de 2013, la dinámica empezó a cambiar. Una repentina caída de los precios del petróleo, junto con la gradual desaceleración de la economía china, supuso un descenso en los ingresos para las economías de base exportadora-extractivista de América Latina. La corrupción y la mala administración, camufladas durante largo tiempo por el dinero sobrante, se revelaron como problemas crónicos y profundos –de manera más evidente en países como Venezuela, Brasil y Argentina–. La marea rosa está remitiendo a gran velocidad.
El reflujo de la marea comenzó en Argentina, en noviembre pasado, con la victoria electoral de Mauricio Macri, un partidario del libre mercado pro-estadounidense, sobre Daniel Scioli, el sucesor designado de la saliente presidenta Cristina Kirchner. Terminaba así el periodo de trece años del gobierno izquierdista y pro gasto público de Kirchner y su finado esposo y predecesor, Néstor Kirchner. A continuación, en las elecciones parlamentarias de diciembre en Venezuela, la oposición se hizo con el control de la Asamblea Nacional, desafiando por primera vez en dieciséis años la hegemonía política de que gozaban los chavistas, como se hacen llamar los discípulos de Chávez. Tres años después de la muerte de éste, tras una larga batalla contra el cáncer mientras seguía al frente del gobierno, Venezuela, que se declaró «socialista» a mediados de la década del 2000, está prácticamente en bancarrota y languidece al borde del desastre, con un terrible desabasto de alimentos y energía que provoca brotes de saqueos y crecientes tensiones sociales. La oposición está juntando firmas para un referéndum que busca destituir al sucesor de Chávez, el rimbombante y balbuciente Nicolás Maduro. Un funcionario de alto rango del gobierno estadounidense me dijo recientemente que la caída del gobierno venezolano parecía «un asunto seguro, la cuestión es cuándo sucederá». Maduro se ha negado, escandalosamente, a hacer cualquier concesión política, e insiste en que llegará al final de su mandato, que termina en 2019. En cuanto a los desabastos del país, Maduro declaró la semana pasada, con aire trumpiano, que tenía «un plan», pero parece poco probable que su plan consista en nada más que fanfarronería. En Bolivia, mientras tanto, el locuaz líder izquierdista Evo Morales, que gobierna desde 2006, perdió por un estrecho margen un referéndum que habría ampliado el límite de mandatos presidenciales, permitiéndole presentarse para un cuarto mandato. Tal y como están las cosas, Morales se verá obligado a dejar el poder después de que se celebren elecciones en 2019.
Hay cambios sucediendo en toda la región. En diciembre de 2014, los presidentes Castro y Obama anunciaron el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, desatando así una oleada de turistas norteamericanos que viajaron a Cuba, junto con empresarios que buscaban invertir. A principios de este mes, un crucero de la línea Carnival Cruise atracó en La Habana por primera vez, mientras que Vin Diesel y sus compañeros de reparto rodaron escenas de persecuciones automovilísticas en el famoso malecón de la ciudad, para la octava película de Rápido y furioso. Y en Colombia, la última insurgencia marxista del continente está llegando a su fin, mientras los guerrilleros de las FARC y el gobierno se acercan al cierre de más de tres años de conversaciones de paz, con las que acabará una guerra civil de medio siglo.
Cuando le pregunté a Cassio Luiselli, exdiplomático mexicano de alto rango, cuál creía él que era el significado de todo esto, me contestó al instante: «Es el final del proyecto cubano en el hemisferio». En un reciente congreso en Nueva York, el renombrado escritor de izquierda Ignacio Ramonet, editor de la edición en español de Le Monde Diplomatique y biógrafo tanto de Chávez como de Fidel Castro, coincidió al parecer en el diagnóstico. «Tal vez el ciclo histórico de la revolución está terminando, y lo que importa ahora es la buena gobernanza», aventuró Ramonet.
Si la marea rosa ha llegado a su fin, ¿qué la reemplazará? Luiselli me dijo que espera que la tendencia sea hacia una mayor democracia social. A pesar del caos en Venezuela y Brasil, y de la violencia del narco que aflige a México y Centroamérica, Luiselli expresó optimismo sobre el futuro de la región. «Ahora hay más clase media en América Latina de lo que solía haber, y la sociedad civil es más fuerte, aunque todavía hay trabajo por hacer para construir un Estado de derecho», dijo. «Ya no hay golpes de Estado reales, pese a todo el ruido alrededor sobre el tema; no como los había antes. Los días de Pinochet han quedado atrás. Pero la cultura de la victimización latinoamericana tiene que parar. La izquierda tiene que madurar y hacerse responsable de sus propias acciones. Hay gente que culpa a los Estados Unidos por estar detrás del “golpe” contra Dilma. Pero eso simplemente no es verdad, y decirlo es insultar a Brasil. Es una nación grande, y todavía debe encontrar su camino, pero debe hacerlo con sus propias decisiones y cometiendo sus propios errores».
El día de la destitución de Rousseff yo estaba de casualidad en Miami, donde escuché a un grupo de empresarios latinoamericanos hablar sobre los acontecimientos de Brasil. Uno advertía de los peligros potenciales si los seguidores de Rousseff, muchos de los cuales han salido a protestar a las calles, decidían tomar las armas contra el nuevo gobierno. El hombre le recordó a sus amigos que Rousseff había pertenecido, tiempo atrás, a una guerrilla marxista. (Es verdad que perteneció a un grupo guerrillero marxista en la época de la dictadura militar en Brasil, cuando era joven; también pasó tres años en la cárcel, fue torturada brutalmente y, a pesar de ello, como presidenta descartó castigar a los responsables, en nombre de la reconciliación nacional. Uno de los legisladores que votó a favor de su destitución, por otro lado, anunció que dedicaba su voto a uno de los más conocidos torturadores de la época militar de Brasil).
Se hizo un silencio mientras los empresarios sopesaban el alarmante escenario propuesto por su amigo. Al final, uno de ellos dijo: «Por otra parte, se puede hacer dinero ahora mismo en Brasil. Los precios de las propiedades en renta son muy bajos». Podía ser, sugirió, el momento preciso para invertir.
*Esta crónica forma parte del libro de Jon Lee Anderson, Los años de la espiral. Crónicas de América Latina, traducido por Daniel Saldaña París, de próxima publicación por Editorial Sexto Piso.