Como bien sabemos, Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires, en 1899, «hijo, nieto, biz nieto y tataranieto» de porteños, es decir dehabitantes de su ciudad natal. Pocos autores latinoamericanos han conocido una celebridad tan repentina y tan universal como este autor
«Mis cuentos, afirma, como los de Las mil y una noches, quieren distraer o conmover y no persuadir»,y para subrayar esta comparación con el famoso libro de cuentos árabes, Borges agrega «soy decididamente monótono». En efecto, Borges reitera una y otra vez los mismos temas y los mismos argumentos, temas y argumentos que se inician en la historia y la traspasan, vulnerándola, para posarse en lo filosófco, porque para Borges «la metafísica es una rama de la literatura fantástica».
Este carácter metafísico, reiterado, de sus escritos, concuerda con esta otra aseveración de Borges: «El ejercicio de las letras es misterioso… la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido…». Escritos metafísicos, dirigidos por la Musa que ha elegido a Borges para transcribir un sueño, sueño despojado de toda carnalidad, etéreo y del que casi siempre se ha cercenado el amor. Esta constante borgiana se manifiesta a lo largo de toda su literatura; el amor no existe en los cuentos de Borges, apenas si roza el lenguaje de sus versos y la mujer es tratada como en la poesía gauchesca, como una cosa, objeto de placer, pero sobre todo, enemigo indescifrable porque alberga en sí un contradictorio acontecer que la transforma en «algo opresivo y lento y plural» como ese personaje de «There are more things», cuento de El libro de arena, dedicado a Lovecraft. Ese objeto humano, la mujer, aparece por entero en una de esas entrevistas en revistas femeninas que algunas vez Borges frecuentó y, donde, además de describir sus amores y definir lo qué es el amor, cuenta una anécdota que transcribo:
«Le voy a contar algo, una vez estaba en un bar con unos amigos y con un malevo conversando de cosas que después me servirían para algún cuento. De pronto el malevo se levantó y dijo que se tenía que ir porque lo estaba esperando “la toalla”. Y la toalla era su mujer. Ese mote daba la idea de que la mujer es algo que se usa, se estruja y se tira cuando ya no sirve. Busqué entre la gente que conoce el idioma lunfardo, el argot de los orilleros, para que me explicaran si ese término era común. Y me dijeron que no, que el que utiliza comúnmente es el de “mueble”, que de alguna manera es similar por su significado al que había utilizado ese hombre. El malevo lo inventó quizás en ese momento, pero daba la idea de lo que piensan esos hombres de la mujer, de su propia mujer».
Y algo parecido piensan los hombres de sus propias mujeres en los cuentos de Borges, cuando por excepción aparece alguna mujer en el corazón del relato. Empero, Borges se confesa haber vivido enamorado toda su vida y creer en el amor como en algo eterno… mientras dura. Ese objeto humano, la mujer, rompe el monótono ejercicio de un Borges empeñado en relatar «argumentos imposibles, con un estilo casi llano» y en algunos de sus últimos cuentos aparece, por fn, aún indescifrable, pero humana. La mujer ocupa, de repente, canalizada, el lugar de las entelequias platónicas y en «El congreso», cuento publicado también en El libro de arena —al que Borges prefiere por sobre todos los demás de sus libros por «ser, a la vez el más autobiográfico… y el más fantástico» (¿?)—, una mujer es descrita así:
«Beatriz era alta, esbelta, de rasgos puros y de una cabellera bermeja… No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los candados del norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen como el mío, era humilde. Ser de una cepa italiana en Buenos Aires, aún era desdoroso; en Londres descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes tardamos en ser amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie. De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el amor que ?uye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo contemplándola».
Leer a un Borges que declara su amor por el amor —y por una mujer— primero en una revista para mujeres y luego en un cuento, no deja de ser ¿reconfortante?