Esteban y el otro

No se debería juzgar a un hombre por su edad, ni aunque tuviera encima ciento treinta años, y a pesar de su renuencia a juicio semejante, tantos lustros avalados por un mismo nombre lo hacían sospechoso de ser alguien o de ser «uno». Él se llamaba Esteban Arévalo, pero llamarse así era una imposición que se había mantenido con el correr del tiempo. «A los viejos debería prohibírseles llevar un nombre; pues con una peluca y un par de zapatos basta para reconocerlos», pensaba Esteban en sus peores momentos anímicos. ¿Para qué mentirse? Sus malos momentos anímicos eran en realidad escasos. Él más bien había tomado una carretera y trataba de seguir la línea y no deprimirse, ni juzgar demasiado. Hubiera, quizás, debido cambiar de nombre cada seis meses. Hacerlo no habría solucionado el dilema, pues él mismo se preguntaba: «¿Y por qué no hacerlo cada diez años o cada dos minutos? ¿Por qué no cambiar de nombre cada segundo de manera que casi ninguna memoria humana estuviera interesada en mí?». Si uno sustituyera su nombre cada minuto la gente preferiría olvidarse de nombrarlo y sólo se conformaría en reconocerlo por su cara, su estatura y las consecuencias de sus actos. Y él no tendría que hablar de «su pasado»: ¡Qué ingenuidad eso de pensar que uno tuvo un pasado! Existía también, por supuesto, la posibilidad de cambiar de nombre cada vez que el rostro se modificara un poco o el cabello disminuyera, pero al re?exionar a este respecto Esteban se aproximó al mismo dilema anterior: ¿en qué momento sabemos que nuestro rostro ha cambiado? ¿Cuando otros nos lo hacen notar? ¿Revisando un grupo de fotografías? ¿Porque lo afirma alguna teoría científicamente comprobada? Nadie puede medir el tiempo continuo, si no es cortándolo en pedacitos, en condiciones iniciales y finales, como se hace con un tren al que se divide en vagones, o a una estela de chorizo a la que se corta en pedacitos para freír y comer. Tales respuestas no convencían a Esteban Arévalo, puesto que él deseaba saber en qué momento podía sentir o tener conciencia de que estaba cambiando. En ambos casos a?oraban serios y agudos problemas, tanto si elegía fechas precisas para cambiar de nombre —cada cinco años, por ejemplo— o se bautizara nuevamente al notar que se había vuelto otra persona. «¡Volverse otra u otras personas! ¡Qué terror innombrable! Un grupo de intrusos, de imbéciles, de pazguatos miserables apoderándose a cada segundo o nanosegundo de mí». Es posible que a quien lea estas disquisiciones le parezcan inadecuadas, torpes o carentes de sitio; incluso a mí, Fadanelli, me cuesta trabajo no bostezar escribiéndolas; me aburren mucho y no les encuentro ningún sentido ¡Pero tengo que hacerlo! ¡Hay que seguir el camino! Y aunque resolver estos problemas parecía algo insalvable, Esteban pensaba que podría existir algún vestigio de identidad en una persona de cuatro años y la misma ochenta y siete años después, cierta coincidencia que les permitiera llamarse de la misma manera: Esteban Arévalo, por ejemplo, o Doña Jacinta, o Juan de la Chingada. ¿Y el olor? ¿Hay un olor que persiste? ¿Los huesos y la carne cambian? La mierda del niño y del viejo… ¿qué hay con ella? ¿Posee un sello especial y único? ¿Cómo podía existir un Esteban Arévalo que pudiera ver el mundo desde algún lugar inmutable? Él era otro que a su vez era otro y otro, y así hasta que las vacas comenzaran a volar. Quizás sería conveniente creer que él podía ubicarse en un lugar que contuviera una infinitud de centros y que en todos estos centros se hallara Esteban Arévalo, de manera que podría ser un observador y un ser observado a la vez.

A lo largo de su juventud y luego de considerar que el sueño de ser policía albergado desde su infancia era una estupidez, Esteban comenzó a desconfiar de sus deseos y sospechó que jamás podría convertirse en un hombre equilibrado —por ejemplo: un prudente ingeniero, un médico, un mensajero capaz de desempeñar una función cobijado por la huella de un solo nombre—, ya que la más leve experiencia le decía que tarde o temprano estos equilibrios se quebrarían o desaparecerían de una manera explosiva. ¿Quién no ha sentido algo así cuando se le rompe un hueso o se le cae un diente? El asunto es que el universo estaba expandiéndose, afirmaban los astrofísicos: un serio problema, el asunto del universo y su metástasis; y mientras hubiera materia, cuerpos humanos o gases estelares moviéndose por allí, tarde o temprano algo o alguien se jodería o saldría herido.