Mi encuentro con Elley Williams, 'ad finis'

El único libro que tuve junto a mi cama por mucho tiempo fue un diccionario. Tenía nueve o diez años y pensaba entonces que sería capaz de memorizar todas las palabras que encontraba en él. Cada palabra nueva, descubierta y conservada, poseía para mí cierta facultad mágica. Era, como se ve, un niño con vocación adánica que pensaba que podría conocer mejor el mundo si les proporcionaba diferentes atributos a las cosas. Oscuro era también "umbroso" y "sombrío". La oscuridad de mi habitación por las noches, a la que temía más que a cualquier otra fantasía espectral, se transformaba en un umbral y a veces también en una proyección. Quizá por eso le temiese tanto… a esa sombra grande, que, en realidad, solo era oscura.

Esa temprana recolección de palabras tenía, en cualquier caso, una importancia vital, aunque contradictoria en mi vida, pues siempre fui un niño introvertido a quien no le causaba ningún placer comunicarse con los demás. ¿Para qué acumularía tantas palabras un niño a quien no le gustaba hablar demasiado? Mi abuela paterna quiso zanjar el asunto, durante un tiempo, dándome de comer pan remojado en vino… ¡Qué hermosa forma de aficionarse al alcohol! Pero en mi cabeza las palabras repercutían en secreto. Y las orillas hasta las cuales me permitían llegar aquellas –también sonidos nuevos– se expandían en silencio. Todo se hacía vibrátil a mi alrededor, como si cada cosa, idea o concepto, en su posibilidad de ser enunciados de nuevo, adquiriesen más valor resonando en mi interior que fuera de este.

Elley Williams comparte conmigo la misma fascinación por los diccionarios. Me refiero a esa índole “particular” de diccionarios que no acopian únicamente el archivo perezoso de lo que la gente se ha dicho a diario, sino de lo que no sabe decir o no ha decidido decirse todavía. Sonidos, combinatorias e intuiciones: todo eso existe en nuestras cabezas como en un repertorio colectivo de palabras y significados aún latentes. Esa otra dimensión del repertorio, la del “diccionario personal” que tan bellamente describe en su novela El diccionario del mentiroso, son las palabras que se revitalizan, al igual que las metáforas, en el lenguaje; las que se acumulan en el margen de nuestra comunicación como un resto tímido, algo reservado; las que silban, roncan o trepidan bajo la sensorialidad sinestésica de un color o de una emanación. Todas ellas son las palabras del diccionario que se tocan o presienten en nuestra experiencia cotidiana como en un juego infantil que solo necesita, en su soledad, de un humilde estímulo imaginario para propagarse. ¡Cuán distante nuestro diccionario de los otros, los tan gravemente apreciados por la academia y sus normas y, sin embargo, tan entumecidos por la mera transparencia de nuestros intercambios! De mi encuentro con Elley Williams, naturalmente –ya les habrá quedado claro– conservo esta común afinidad. “Afinidad” que alude, desde su origen, a la cualidad de quien se acerca al límite del otro y encuentra allí compañía y semejanza, a pesar de ser nuestras lenguas tan diferentes.

En fin, ya que se me ha permitido ser un tanto evocativo en exceso, recordaré una cosa más antes de concluir. En los cuentos populares que yo solía leer de niño, no eran la bruja ni el lobo feroz quienes más sombríos me parecían entre los personajes de las historias. El más oscuro era siempre el barquero. Ya saben, el encargado de hacer pasar a los personajes de una orilla a la otra durante las pruebas a las que sometían al héroe o a la heroína. Aquel personaje ignoraba hasta el final del cuento que, para liberarse de la fatalidad de su oficio, bastaba con dejar el remo en las manos del siguiente pasajero. ¡Qué prisión tan incauta! Llamar a la oscuridad, “oscuridad”, no resulta ser tan distinta… A veces, como podrán darse cuenta al leer a la magnífica Elley Williams, uno debe lanzarse de esa barca sin esperar a que nadie llegue para alejarse nadando.